Adjunto aquí la más reciente colaboración con la Revista Cruce. La confesión del ser y el querer (Reseña del libro El arca de la memoria de Dinohra Cortés Vélez)
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Lo femenino
sigue agrupándose en la literatura de nuestros días con magnífico ahínco. El
despliegue de escritoras, periodistas y cronistas se ha convertido en una
verdadera conglomeración de mujeres talentosas que trazan un camino en la
historia literaria puertorriqueña. Pero, cierto es cuando se pregunta: ¿Y
cuándo no han estado las mujeres escribiendo en este país? ¿Cuándo no han
demostrado tesón y esfuerzo? ¿Sabiduría y libertad? Pues desde siempre– y
algunos protestarán por mi incursión desafiante al sacrosanto imperio de la
Historiografía–, no hay de otra que rememorar esa fibra de Anacaona que cada
una lleva en sus venas.
Pensando en
las mujeres y sin mucho prolegómeno, apunto con esmero al norte. Allá donde
hace frío y cae hielo del cielo. Allá donde muchos tenemos lazos e historias.
Curiosamente,
desde allá alguien apunta hacia el sur, donde es cálido y lluvioso, donde el
agua bate contra la piedra y el olor a comida frita penetra en los huesos.
Específicamente, apunta hacia Isabela.
La mano que
traza su letra desde Wisconsin hasta Puerto Rico es la de Dinorah Cortés Vélez.
Jovial, brillante, creativa y mujer de letras. Esta narradora nos brinda baje
el sello de Isla Negra su nueva afrenta a la desidia: El arca de la memoria.
Libro que
quizás aparente bailar entre el relato, la novela, las memorias y hasta el
confesionario. No obstante, es sin duda un logro en términos de prosa. No hay
personajes sino vivencias, siendo más específico, voces de mujeres que se
intercalan en una memoria colectiva donde el estrógeno es reina.
Se
entrecruzan la niñez de la que es abuela, madre e hija, supliendo a veces un
tipo de confusión en donde la palabra de la narradora se apropia de las
memorias suyas y ajenas para crear un collage sin secuencia fija pero con
evidente conexión subjetiva.
El texto es variado, de vez en cuando aparecen
unas líneas aquí y allá, muchas veces seguidas por alguno que otro retrato
doloroso o jocoso. Esa mezcla se intercala con las memorias del juego infantil,
el trazo del camino hacia la pubertad femenina– la menstruación – y luego
descansa en aquellas confesiones que se presentan con evidente voz de mujer
madura, profesional y filosófica. No existe otra mejor forma de apuntar al
libro que como lo hace su propia creadora: el texto es una biomitografía, según
ella, una caja de Pandora que es “la mía, la de mi madre, la de mis abuelas, la
de todas las mujeres en mi familia…”
El arca de la memoria puede ser también un colectivo de
secretos donde se presenta el desdén hacia la cultura machista y donde se sufre
lo que se calla. Así, Cortés Vélez dibuja una abuela fuerte, poco expresiva y
emocional, callosa por los años pero que se mantiene como ceiba de la casa. No
obstante, eso no deja a un lado una cara puramente puertorriqueña de la matrona
corriendo detrás de los niños ofreciendo “fuete” y “chancletazos” ante las
travesuras de los nietos. Cosa que evoca la ternura y el poder de quien es la
engendradora, la gran Úrsula Iguarán de la casa.
Por otro lado se encuentra la imagen de la
madre. Viuda, amable y serena. Mujer que tuvo que criarse en una época donde el
pene sentenciaba a pronunciar palabras cuando las gallinas decidieran mear. Sin
embargo, existe una fragilidad que quiere ser consolada por la voz. En estas
viñetas, Mami es una chica que se ve taciturna y que necesita amor. Una joven
que tuvo que menstruar sola,– o podríamos decir que junto a su sorpresa –
estudiante universitaria que tiene que dividirse entre profesional y
progenitora. No por menos se deja escapar su rol de hembra, una más que, como
dice el texto, pertenece al grupo de “humanas, encantadoramente humanas.”
No puedo dejar correr las líneas sin subrayar
el rol de la propia voz narrativa, la gran artífice de esta enorme colección de
tesoros y confesiones: la autora. No podía ser biomitografía sin ella. Su verbo
es intemporal y es capaz de estar en las vivencias de su abuela, sus tías, sus
amigas y su madre. “Debimos haber menstruado juntas, Mami” dice en un aparte. Empero,
esto no la deja a un lado con la mera etiqueta en el pecho de ser la
omnisciente. Algunos episodios del libro son calcos de su propia vida: el novio
que la dejó por otra, la niña que hace travesuras y juega en la casa, la hija
que se siente sola al creerse abandonada por su madre y la mujer que agrupa en
su ser toda la genética de aquellas que le antecedieron.
Aparte de todo lo dicho, la voz de la autora se
recrea en un tono reflexivo, casi lleno de compasión aún cuando raya más en lo
maternal. Es un tipo de viaje (intra)dimensional donde se ven sus deseos de
añoñar a la abuela, ser la amiga de su madre y ser la justiciera de sí misma.
La voz quiere viajar en el tiempo, romper las barreras de lo físico y dejarse
unir a otra cosa– que a los ojos del aguzado lector nos es más que la “historia
femenina colectivizada”–. Sin embargo, nada de eso es capaz de suplantar el
enorme cuestionamiento ontológico y tampoco el luchar con los estragos de unos
elementos que la han marcado: la muerte de un padre y la constancia de su
ausencia, el dichoso “issue” de ser mujer en un mundo que no acepta– que no
permite –y, por último, esa gran impotencia del yo que se ve arrasado por el
tiempo y las circunstancias.
Luego de husmear por el libro y de reírme,
entristecerme y hasta sentirme parte del arca, no queda mejor señal de la
abarcadora visión de Cortés Vélez que en su más sensata confesión, su más
preciada memoria– muy a la Sor Juana Inés – en donde lo dice todo: “Descabellada
sobre el papel, escribo para no morir.”
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