A Eduardo, con admiración
Yo leo a Lalo. (Contra, que buen
comienzo para este escrito. Algunos cuestionarán semejante coloquialismo. Dirán
que soy muy lacónico con esta simpleza. Dirán: “Mira al muchachito y la
novatada. Y que comenzar un escrito con semejante pequeñez.” Pero yo no
escatimo. Porque la realidad es que leo a Lalo o, a mejor decir, leí a Lalo.
Recuerdo que comencé con La inutilidad
por cosas del escapismo. Yo vislumbraba dejar el mundo frío y seco de la
jurisprudencia y las leyes y necesitaba leer; el colega Luis Ponce tertuliaba
conmigo y debatíamos sobre la utilidad y la epistemología de la literatura. Fue
él quien me motivo a tomar la novela, olvidarme de las clases y nadar en
aquella narrativa. Lo hice, si no no hubiese leído a Lalo y no estaría escribiendo
esto. Admito que la experiencia fue reveladora por cuanto descubría un autor
que desmenuzaba a los personajes en un existencialismo totalmente
puertorriqueño y que a su vez sufrían de dos elementos a los cuales aspiraba:
ser escritor y ser académico–si es que son cosas disímiles aquí en estas
latitudes–. Lalo demostró un dominio de la nostalgia. Llegué a sentirme mal por
la inhabilidad del personaje de editar los poemas de su colega al final de la
novela; sentí que había soledad en esas últimas páginas, sentí frío de ciudad–
vivía en Santa Rita para ese entonces –y sentí que había un sufrimiento
específico para el olvido. Lalo me enseñó que a muchos de los que dejamos la
salud y la vida en unos cuantos papeles nos van a olvidar y que después de
semejante purgatorio solamente quedará el cadáver de un recuerdo. Y creer que
lo contrario es posible solo aumenta ese sufrimiento. Esa novela dejó eso y
luego leí otra faceta de Lalo en Los pies
de San Juan. Y si me sentí triste con La
inutilidad, con este otro me puse a pensar en ciudades con pies. Las fotos
que se intercalan en las páginas de este texto hacen que inevitablemente se
medite la cuestión situacional del que lo lee. Lastimosamente, no he vuelto a
ver el libro, no lo he conseguido y la biblioteca me queda lejos. Aviva mi
curiosidad el acometer los consejos de Jorge Mañach cuando indicaba que los
pichones de escritores pueden aprender del estilo de autores más excelsos si se
sientan con lápiz y papel a imitarlos pero, sinceramente sería una experiencia completamente
distinta el escribir un “Los pies de Moca”. El punto, para no irme de la línea
de este escrito, es que no he vuelto a tener Los pies de San Juan en mis manos, cosa que no sucede con otro
escrito de Lalo que aparece en un librito rojo– los libritos rojos siempre
llaman la atención – que se intitula Escribir
la ciudad. Este en realidad pertenece a Maribel Ortiz y a Vanessa Vilches
Norat en cuanto a la edición pero, sobre el contenido, pertenece a muchos,
incluido a Lalo entre ellos. Particularmente, de Lalo hay un ensayo que se
llama “La ciudad de los demonios”. Cuando lo leí no podía dejar de pensar en
dos cosas, o bueno en una sola que se divide en dos: Que Rodríguez Juliá le
contesta a Lalo a inicios de su ensayo– que a su vez es el inicio, en cierta
medida, del libro– y que el escrito de Lalo me recordó esa San Juan que se
desdobla en La noche oscura del niño
Avilés de Rodríguez Juliá. Y puede que surjan dos o tres voces que digan
que en realidad solo pensé en Rodríguez Juliá, cosa que no me está mal– que
aprovecho para enviar a Edgardo mis respetos y un saludo desde acá en el pueblo
de los vampiros –pero que no necesariamente sintetiza lo que pensé al leer a
Lalo en aquel momento. Lo que sí quisiera subrayar es que “La ciudad de los
demonios” me impactó por la reflexión de la nomenclatura de nuestra mpatria– y
acopio aquí la primera acepción del matabrutos de la Real Academia cuando
ilustra que la
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