La
narcoliteratura ha despuntado en Latinoamérica con una sorprendente lista de
títulos que comprenden, en su mayoría, el género novelesco. Las condiciones
sociales, económicas y jurídicas han propiciado el desarrollo de un discurso
que ha alcanzado las fibras del pueblo y ha modificado el arte del siglo XXI.
Nada más con observar la pieza La muerte
de Pablo Escobar de Fernando Botero, en donde se congela el momento de la
muerte del cerebro del Cartel de Medellín, se revelan la intención de presentar
la caída de un titán y el marco de un hito en la historia colombiana. No
obstante, si comparamos dicho fenómeno con aquellos similares que han
acontecido en Puerto Rico podemos colegir que nuestra cultura de lo narco se
trata de algo diferente.
En la Isla
no se ha desarrollado la figura del “gran delincuente”. Si bien hemos tenido a
los “Cápsula”, “Millones” y hasta un “Belleza”, ninguno ha logrado monopolizar
la política y determinar el destino de un pueblo con las apariencias de totalidad
que presentaron sus pares latinoamericanos. ¿Por qué dicha particularidad?
Podríamos decir que se trata de un problema idiosincrático, algo así como
echarle los veinte a la politiquería boricua. Es plausible que el control de
los partidos políticos sea tan férreo que no permitan el engrandecimiento de
ciertas figuras del bajo mundo. La norma se ha inclinado a favor de que la
relación de control y poder provenga de políticos y figuras prominentes que
dentro de su agenda de maquinaciones tienen incluido una lista de aliados
privados que de vez en cuando tienen un problemita con la ley y otras veces son
ejecutados por la conspicua ley de la calle. Sin embargo, sí hay una tendencia
a fijarnos en otros elementos que son adyacentes al poder de esto personajes:
por ejemplo, el estilo de vida, las pertenencias materiales (humanas) y hasta
la vida sexual de los dueños de la economía informal más grande de Puerto Rico.
Dicho lo
anterior: ¿y qué del que se encuentra abajo? ¿Qué podemos decir de los soldados
rasos del narcotráfico?
Una visión
la ofrece la novela Osario de vivos
del emergente Jean Carlo Villegas. En ella se presenta una ecuación crítica: la
transposición de las observaciones que Manuel Zeno Gandía expuso en La charca en un contexto del siglo XXI.
Si bien pararse en los hombros del gigante puede ser un ejercicio peligroso,
Villegas no ostenta en ningún modo emular completamente la obra de Zeno Gandía.
Osario de vivos tiene un peculiar toque urbano que mezcla la
voz de Villegas junto al grito desesperado de muchos puertorriqueños que
observan el engrandecimiento de la clase narco-económica. Los toques de Zeno
Gandía aparecen aquí y allá, con esporádicos asomos de cabeza que hacen
recordar el lamento borincano y en otras ocasiones el suspiro contemporáneo
seguido del “esto se jodió”.
Los
personajes principales exploran una sustancial lista de temas que busca
resaltar el desastre social puertorriqueño que a veces produce corrimiento y en
otras, furia. En puridad, una pareja de lesbianas que vive en un caserío se ve
involucrada en los “negocios” de un sindicato de narcotráfico puertorriqueño.
Por un lado, el “hijo” se enfrenta al resquebrajamiento del sistema educativo
de la Isla y a pesar de mostrar ansias por los estudios se ve imposibilitado
ante el poder de la burocracia. Por otro lado, su “madre” (que en realidad es
su abuela) camina poco a poco hacia el encontronazo con la muerte de su hija en
función del temor que le provoca saber que la única opción que esta tuvo para
salir del caserío fue ponerse las botas y el uniforme de guerra. En otra
instancia, la “pareja” se debate entre reformar su pasado manchado por las
maquinaciones del sindicato o vivir al lado de una buena mujer y soportar las
burlas, discrimen y la manipulación que tratan de menguar una verdadera pasión
lésbica.
La trama
emula La charca en instancias
contables pero la mayoría de las veces se escapa en elaboradas telarañas del
autor donde se explora la vida de algunos puertorriqueños que sufren el embate
de la narcocultura. El roquero sin futuro, la tecata embollá, el religioso
ciego, el corrupto de siempre y, por qué no, la bichota que controla a todo un
caserío se desenvuelven en un mundo donde la AMA llega tarde, los maestros se
quedan sin trabajo y las comunidades marginadas son desplazadas en pos de
nuevas y bursátiles quimeras.
Ahora, si
bien Osario de vivos es un texto que
busca insertarse en la corriente de la narcoliteratura, la realidad es que
todavía falta terreno por recorrer ya que aún no se ha desarrollado un
entendimiento de la narcocultura puertorriqueña que sea capaz de distinguirla
de la mexicana y la colombiana, por mencionar algunas.[1] Si en aquellos lares se
presenta un capo más abarcador y vital con tentáculos sobre un narcoestado, acá
todavía no lo hay. No obstante, podría arriesgarme y apuntar a la existencia de
una narcoeconomía que, con igual culpa y desmesura que el capitalismo, ha
llevado a que las circunstancias expuestas en La charca se repitan en ciertos contextos: He ahí la gran
contribución de Villegas y su Osario de
vivos.
[1]
Aquí apunto a la voz del desierto, Ivan Chaar López, quien en contadas
ocasiones ha investigado el tema de la narcocultura para otras revistas de
crítica social.
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