sábado, 10 de julio de 2010

Fragmento de mi próxima novela: La era que nos parió

“LA SIMILITUD ENTRE el D.F. y las ciudades que había visto era descomunal. El DF era libre para la invención mientras que las otras ciudades que había visitado estaban amarradas por una cuerda de reglamentos indescifrables. Lo del D.F. era sencillo, había que tener cuidado, no se podía confiar en algunos lugares, pero sobre todo, había que tener dinero, para vivir en el D.F. se necesita algo para poder pagar los taxis, los micros y la comida. Había que estar consciente de que la memorización de las calles no iba a ayudar de mucho. El D.F. es inmenso, es un lugar donde se puede perder uno tanto de día como de noche. Yo nunca tuve esa habilidad de tomarme riesgos monumentales capaces de dejarme varado en no sé qué punto de aquella ciudad, pero, a pesar de todo, siempre vague por aquí y por allá muy discretamente. Pero ahora no me importa, ahora sí que ando desorientado por todo este asfalto caliente. No conocía a nadie, eso era lo mejor. Me habían enviado a México a firmar unos documentos a nombre del banco para el que trabajaba y por casualidad a alguien se le había ocurrido equivocarse y poner unos cuantos días de más en el formulario de viaje. ¿Qué maravilla no? Lo mejor que puede ocurrirle a alguien agobiado, engavetado en un cubículo, es que por un trastoque de los dedos de alguna secretaria o un cálculo mal hecho por un contable le terminen dando a uno tres semanas en México. Claro está, sin saber que me iba a terminar quedando más de la cuenta.

En el defectuoso, como le dicen al D.F. los de aquí, pasan cosas tan extravagantes disfrazadas de lo usual. Pero, ¿qué curioso no? Cada país recibe las críticas o las desarrolla con un tono tan chistoso para los extranjeros. Bueno pero regresando a lo extravagante. A mí me habían buscado para firmar unas transacciones millonarias a nombre del banco en una oficina cerca del Paseo de la Reforma. Yo era un obstinado, por eso creo que me pasa lo que me pasa. Ahora doy vueltas todos los días sin que nadie me vea entre los arbustos del Paseo de la Reforma. ¡Qué irónico! Me da igual. Como decía, me habían enviado allí para trabajar con unas transacciones enormes, millonadas entre el banco y unos inversionistas mexicanos. Yo no tenía idea del embrollo en cual me estaba adentrando. La primera reunión fue en la oficina de un tal José Arrívales. ¿Apellido raro no? Yo juraba que era inventado. Yo juraba que era un personaje de película. Era un tipo tenebroso, alto y fornido, parecía más un atleta que un director de banca. Tenía un traje negro oscuro y unas botas que reflejaban mi rostro entero de lo lustrosas y cuidadas que estaban. Su secretaria, Minerva, estaba tan tropezona, era nerviosa. Pero no la culpo, estando tan cerca de aquel monstruo cualquiera se pone nervioso. La realidad era que la figura no era un tanto atlética, me corrijo, era como un luchador profesional. Tenía unas manos como para levantar un caballo por las orejas, recuerdo haber leído algo así en uno de estos libros de nuestra era. Los dientes eran color marfil y encima de la ceja izquierda tenía una cicatriz que se le estiraba hasta casi el centro de la frente. Hablaba tan despacio, Dios mío, con una pasta espesísima. Su mirada siempre era evasiva, ligaba a Minerva cada vez que entraba y cuando yo me dirigía a él se la pasaba observando el tráfico desde aquella vista panorámica que tenía el edificio. Cuando comenzamos a hablar de la firma de los documentos me preguntó de dónde era. De Nueva York, le contesté. No tienes pinta de gringo decía. Yo le expliqué que mi papá era puertorriqueño y que mi madre era costarricense. A cada contestación se rascaba el mentón y recuerdo que se tocaba varias veces las patillas, muy finas y muy recortadas, dicho sea de paso. Luego de hora y media de estar reunidos me despachó con la excusa de que los testigos del otorgamiento no estaban disponibles para realizar la transacción.

Eran más de 10 millones lo que estaba en juego. Era un negocio que iba a incentivar la directiva de una corporación de hoteles españoles, no sé en dónde. A mí me valía lo mismo, hasta ese momento, ahora siento que las cosas no me valen nada. Yo lo que quería era ver México. Acordé regresar a la oficina de Arrívales el martes veintisiete de febrero, luego de unos tres días de turismo.

Fui a Puebla, ya me habían comentado lo de las platerías, pero yo por curioso fui a Puebla y no vi ninguna platería, yo sólo quería ver el lugar y pasear. Me puse a caminar como un idiota hasta que el calor me obligó a meterme en la platería. Fue ahí que me percaté de los dos mestizos que no paraban de mirarme. Uno tenía una camisa anaranjada, botas y pantalones color marrón, el otro era flaco, con camisa sin mangas que dejaba ver un tatuaje de la Virgen en el brazo, no me recuerdo en qué brazo. Con el pasar del tiempo no me acuerdo de nada, no, perdón, en realidad de lo único que me acuerdo es de esto que estoy contando. Bueno, lo que pasaba era que me miraban insistentemente. Eso me tenía perturbado, eso y el calor me tenían perturbado. Yo me puse a disimular con una señora que me trató de vender unos botones para chaquetas. Es 925, es nueve 925 señor, ándele pruébeselos que le van a quedar bien, decía ella. Yo no encontraba la manera de que siguiera enseñándome otras cosas pero la muy desgraciada seguía ofreciendo los mismos botones para chaqueta. Fue en ese momento que caí en cuenta de que tenía demasiada pinta de hombre enchaquetado. Carajo, dije, debo aprender a vestirme más a lo camaleón. Recuerdo, sí, es lo único que recuerdo, que crucé la calle para ir a escabullirme en otra tienda. Cuando me puse a jugar con los espejos del mostrador logré divisar a aquellos dos hombres que se disponían también a cruzar la calle. Me estaban persiguiendo, era definitivo. Me van a robar, pensé. Me volví a zafar de sus miradas y logré escurrirme entre un autobús de turistas americanos que acababa de llegar. Camine hasta el taxi. No estaba. El viejo desgraciado del taxi no estaba. Yo le había pagado para que se quedara. Qué hacer, qué hacer, me repetía. En eso vi otro taxi que se acercaba por la calle. Cuando comencé a caminar me dio con mirar atrás y allí venían, el dúo dinámico desconocido atravesaba a trancos largos el camino de tierra. Corrí hasta el taxista y justamente cuando se bajaba un viejo gordo del vehículo salté al asiento trasero y le dije arranca, al D.F., rápido. Ahorita patrón, me contestó el muchacho. Era joven. Qué mucha gente joven veo ahora. Ahora sí que veo gente joven andando por los parques. Ya no me da miedo caminar por los parques. Ya no siento nada cuando camino por los parques, o cuando simplemente camino.

Cuando dejé de sudar en el asiento del taxi busqué la manera de explicarle al muchacho que tenía mucha prisa. El me dijo, pues patrón el tráfico no lo hago yo, lo hace el gobierno. Me burlé, sí, me burle y con ganas buenas de burlarme. Ahora me burlo y la gente no me hace caso. Cuando mire por el cristal trasero vi una guagua color rojo que nos seguía. Sé que nos seguían porque aquella pareja infernal que me rastreaba en Puebla venía conduciéndola. Aquí me jodí, dije. El muchacho del taxi me preguntó que por qué me iba a joder. No le contesté. Luego de media hora de camino le dije, oye chavo, se me había pegado lo de chavo en una semana, los que vienen atrás en la guagua roja nos están persiguiendo. ¿Qué es una guagua patrón?, me interrumpió, una camioneta, le dije, puedes hacer que desaparezcan. El joven se quedó silencioso unos minutos. Yo perdía la paciencia, me corrijo, la había perdido en Puebla. Cuando ya estaba al borde de comenzar a llorar el muchacho del taxi me dijo que probablemente esos tipos eran del gobierno, que lo que sea que querían de mi era importante y que estaba dispuesto a maniobrar para evadirlos. Yo le di mil gracias.

Cuando comenzamos a entrar en el bullicio del D.F. el taxista comenzó a dar vueltas por cuanto callejón encontraba. Se sabía la ciudad de memoria, era increíble. Ahora yo me la sé de memoria, creo. Miré agachado desde el asiento y todavía la guagua roja seguía a la misma velocidad que nosotros, persiguiéndonos. Yo me seguía desesperando, sudaba a cántaros a pesar de que el taxi tenía el acondicionador de aire encendido. Estuvimos andando por la ciudad media hora. Cuando ya comenzaba la tarde el muchacho me indicó que la gasolina se le estaba terminando. Ahí fue que comencé a llorar. Tranquilo patrón, tranquilo, me indicaba el conductor. Me explicó que la única forma en que yo podía zafarme de aquella situación era pasando la noche en su casa. Yo no estaba seguro de qué contestarle, vacilé un buen rato. Volví a mirar y la guagua roja todavía estaba detrás de nosotros. “No se les acaba nunca la gasolina a estos maricones, deben haberse preparado.” pensé. Luego de preocuparse por mi silencio, y eso que no me conoce ahora, ahora sí que soy callado, el conductor del taxi me dijo que para llegar a su casa sí que aseguraba cómo desenredarse de aquellos dos silenciosos perseguidores. Dije que sí, que estaba bien por mí, pero que por favor me sacara de aquel aprieto, que yo le pagaba lo que sea. Luego de eso me desmayé.

Desperté en una alcoba sucia. No sabía en donde rayos estaba, ni cómo había llegado allí. Una mujer de tez oscura estaba sentada a mi lado sin decir una palabra. Le pregunté en dónde estaba, no me contestó. Miré a mi alrededor, en realidad aquello era tétrico, no tan tétrico como donde estoy ahora, pero era una cosa espeluznante. No había ventanas. Las paredes eran del color rojo de la tierra y había un olor rancio, como a orín de perro en toda la alcoba. Volví a mirar a la mujer, ella me seguía mirando. Quién es usted, le dije. No me contestó, aquella mujer sólo pestañeaba. Me quedé observándola un buen rato, ella sudaba. Tenía un calor que me arropaba todo el cuerpo, me desesperé nuevamente. Y pensándolo bien, ya no me desespero tanto ahora. Pero en fin, cuando comencé a moverme de la cama vi que una silueta se postró en el umbral de la puerta de aquella recámara. Era el taxista, buenos días me dijo. Yo no supe qué contestarle. Luego de sacudirme un poco le pregunté en dónde me encontraba. Me dijo que era la casa de su papá, que lo habían corrido del apartamento en donde vivía porque con la inflación se le habían hecho unos desajustes en sus pagos y que la familia se las arregló para volverlo a ocupar. Gracias por todo, le dije. Él se marchó otra vez a donde sea que estaba, diciendo, no hay de qué, ven acá. Volví a mirar a la señora que se encontraba sentada a mi lado, estaba sudando más, no habló nada.

Cuando salí del cuarto me tope con una cocinita pequeña, una mesa de madera verde y carcomida, algunos platos y una muchacha trigueña que cocinaba unos huevos fritos en la estufa. Di los buenos días como si hubiese vivido allí toda la vida. Esa costumbre de decirle buenos días a todo el mundo ahora no la practico, no le puedo decir buenos días a nadie, ya no me importa. El taxista estaba sentado a la mesa y luego de revisar el periódico me contó que la que cocinaba los huevos era su esposa, Estela, y que la señora que estaba muda en el cuarto era su madre, Doña Estela. Sí, las dos se llaman igual, me dijo. El joven se llamaba Carlos Espinoza, era de unos treinta y tres años aunque parecía mucho más viejo. Nuevamente me explicó que probablemente los dos que me perseguían eran del gobierno. Si son del gobierno, algo raro traes, si hubieses estado metido con algo de los narcos te habrían matado hace rato, los narcos sí que no pierden el tiempo, me dijo. Le pregunté que cómo sabía eso. Me dijo que a su hermano lo mataron por metiche en una de esas cosas y que a su padre, por defenderlo, también terminó linchado. Luego me dijo que su madre se había quedado muda del dolor, o que a lo mejor se había prometido nunca hablar en señal de luto, que habían matado a su papá y a su hermano frente a su propia madre aquellos hijos de la chingada. Mis pésames, le dije. No te preocupes, me contestó.

Luego de un desayuno sin pagar, que era para mí una de las mejore cosas que me habían pasado en el DF, nos pusimos a hablar de lo que íbamos hacer, a ver cómo salía yo de allí y trataba de llegar a la oficina de Arrívales o mi hotel a pedir ayuda. Me indicó que lo mejor que podíamos hacer era disfrazarme y saltar de casa en casa hasta que me pudiera recoger un amigo de él para entonces encontrarnos en la salida de una calle que había detrás de su casa. Me puse una ropa que le pertenecía a su hermano, me quedaba suelta. Cuando estaba listo el taxista me indicó una pequeña puerta que daba a unas escaleras por las cuales podía salir a la casa de al lado. Allí todos lo que vivían, una muchacha de unos veintitrés años y sus dos hijos, me recibieron y me indicaron que lo que tenía que hacer ahora era saltar a la ventana del que vivía en el patio trasero de ellos. Lo hice, no sé cómo. Aunque ahora hago muchas cosas así, me la paso de casa en casa, pero lo que ocurría era que en ese momento yo no estaba tan acostumbrado. Cuando salté al balcón trasero del vecino de esa muchacha, me recibió un chiquillo gracioso y sonriente. Parecía como si lo que yo estuviese haciendo fuese normal en su casa. ¿Quién sabe a lo mejor por eso tienen esos movimientos de casa en casa tan bien calculados? El chavito me tomó de la mano y me dijo, patrón, patrón, mi hermano Miguel lo espera en su camioneta. Más no pude pedir.

Miguel era un muchacho de veintiún años, fornido y de cejas espesas. Me miraba molesto. Cuando le di los buenos días y las gracias me dijo, acabe y métase en la parte de atrás en las cajas, hay una caja color azul que dice frágil, tiene un hueco pequeño por donde puede entrar uno por la parte de abajo, no tumbe la caja, levántela poco y métase adentro, y avance que estoy tarde. Yo me trague un buen buche de saliva por el bochorno. Hice lo que me ordenó. Sentí la guagua que comenzaba a moverse. Hicimos dos paradas cuando de repente escuché unas voces extrañas, voces autoritarias. Miguel se detuvo y lo escuché discutiendo con dos personas. Comencé a temblar, y posterior a eso comencé a sentir náuseas. Me repetía en la mente, cálmate, cálmate, cálmate. Al parecer sirvió de algo. Escuché que una de las voces le pidió a Miguel que abriera la puerta trasera de la camioneta. Carajo, dije entre dientes, aquí me van a pillar. Comencé a sentir pasos, pies muy pesados que se movían de un lado a otro en la piso de aquella camioneta llena de cajas. Sentí que comenzaron a abrir las cajas, escuché a Miguel quejándose y maldiciendo. Las voces le ordenaron callar. El amenazaba con que formularía una queja en el departamento de la policía. Una de las voces le grito, llena todas las que quieras pendejo. Abrían las cajas, cortaban las cintas adhesivas con facilidad, lo podía sentir, faltaba poco para que abrieran la tapa de la caja en donde yo estaba escondido. Comencé a sudar, a sudar en frío, me dieron unas ganas enormes de cagar en ese momento. Tenía miedo. De repente sentí que palpaban mi escondite. Pude discernir que las manos buscaba la manera de abrir el tope de la caja. Qué voy a hacer ahora, me preguntaba mientras me mordía el puño ligeramente. Al final abrieron la caja. Pude ver la silueta tostada por el sol del hombre que tenía el tatuaje de la Virgen en el brazo. Era el mismo que me había perseguido en Puebla. Me quedé paralizado, no pude moverme, creo que no respiré tampoco. Cuando logré acostumbrar el enfoque de mis ojos a la repentina aparición de la luz noté que estaba viendo a aquel hombre a través de un cristal. El miraba, pero no me veía, era como si yo no existiera. Eso es lo que siento ahora, que yo no existo del todo, pero en aquel momento, era como si yo no estuviese allí. Caí en cuenta de que era un espejo de una sola cara. De esos que se usan en las mismas comandancias de la policía para ver a las ruedas de sospechosos e identificarlos. Fue en ese momento que comprendí que esta gente era experta en esto de escabullir a los demás. ¿Qué es esto?, le preguntó el individuo a Miguel, pude ver sus facciones. Son espejos para baños, tenga cuidado, son para un hotel, le contestó mi encubridor.

El hombre del tatuaje de la Virgen cerró la tapa de cartón y sentí como se bajaba de la caja de la guagua. Sentí un alivio inmenso, tenía los órganos del pecho apretados y de momento se relajaron en un pequeño éxtasis que me corría hasta los pies. Miguel subió a la camioneta, se puso a ordenar cosas y sentí su respiración. Qué bueno que no te encontraron verdad, me dijo. Yo no llegué a contestarle nada. Él se bajó, sentí sus pasos, encendió la camioneta nuevamente y seguimos la marcha. Media hora después la camioneta se detuvo, alguien volvió a subir. Ya puede salir, me dijo una voz clara. Cuando me escabullí otra vez entre el cartón de la caja vi que estábamos a la entrada de un almacén y que Espinoza, el taxista, me estaba esperando estacionado al lado de la guagua de Miguel. Cuando me bajé le di una paca de dinero, le dije gracias, Miguel me contestó que para nada y se marchó en su vehículo.

Carlos Espinoza me preguntó hacia dónde era que tenía que ir. Yo sabía que no podía regresar a mi hotel, que tendría que llamar e indicar que alguien iba a pasar a recoger mis cosas. Fue entonces que pensé que lo mejor que podía hacer era dirigirme a la oficina de Arrívales. Le dije la dirección a Carlos. Llegamos allí al mediodía. Hacía un calor intenso. Aunque estaba mal vestido logré entrar al edificio sin ningún problema. Si me hubiesen querido pillar, aquel era el momento pero nadie lo hizo. Me acerqué a la recepción y le dije a la señorita que me comunicara con Minerva la ayudante del señor Arrívales. Ella no reconoció lo que le dije. Volví a repetirle lo mismo. Ella me indicó que allí no había ningún Arrívales, que era la primera vez que escuchaba ese apellido. Me desesperé, le indiqué que yo había tenido una reunión hace días con él en su despacho. Cuando comencé a alzar la voz, sentí una presencia a mis espaldas. Era un hombre blanco de espejuelos negros y con un olor a perfume caro. Le indicó a la recepcionista que yo era del banco, no sé como lo sabía, que estaban esperándome en el piso numero catorce. Yo me sorprendí. Él me miró y sonrío. La recepcionista se había quedado tiesa. Él le sonrió y ella de un salto dijo que no había problema. Aquel hombre me pidió que lo acompañara. Yo me sentía seguro allí, no tenía por qué temer. Pero ahora en estos tiempos sí que hace mucho que no siento la sensación del miedo. Bueno, continuando con aquello, recuerdo que subimos por el ascensor y ninguno de los dos, me refiero aquel hombre oloroso a perfume y yo, habló palabra alguna. Llegamos al piso catorce y allí estaba Minerva, nerviosa como siempre, le di los buenos días, ella no me contestó. Nos acompañó a la puerta de la oficina donde me había reunido con Arrívales. Él nos estaba esperando junto a tres individuos más. Todos parecían viejos cascarrabias, hombres de negocios, mexicanos y apurados. Listo para terminar con las transacciones, me indicó Arrívales. Yo asentí con la cabeza pero le pregunté si podíamos hablar a solas un momento. Él se acercó al nivel de mis narices y dijo, estoy enterado de todo, no se preocupe, salimos del negocio y lo ayudamos a salir del embrollo, pero ahora no me venga con pendejadas, los clientes se impacientan por su demora.

Firmé los papeles en calidad de oficial del banco. Los viejos se dieron la mano e hicieron un par de chistes con Arrívales. Yo estaba invisible, era como si no hubiese importado. Se tomaron unos tequilas en la oficina. Nadie me ofreció nada. Comencé a molestarme y carraspeé la garganta un par de veces. Media hora y nadie me habló, nadie se dirigió a mí. Cuando se marcharon los viejos, nos quedamos Arrívales, el señor perfumado y yo en la oficina. No aguanté y le increpé a aquel mastodonte de los negocios qué era lo que pasaba. Por qué me perseguían y cómo se había enterado de todo. Él comenzó a reír y se sirvió otra copa de tequila. Ya no olía a perfume el hombre de los espejuelos negros. Arrívales se dirigió a mí con los ojos punzantes y llevándose el tequila lentamente a los labios se lo bebió despacio. En ese momento me di cuenta de que no era mexicano, el tequila no se bebía así. Sentí que estaba en aprietos, volví sudar, a encontrarme cara a cara con las náuseas que me había dado anteriormente. Sentí la necesidad animal de correr, de escapar, de lanzarme por una ventana. Cuando me levanté para huir, el hombre de los espejuelos negros me sostuvo con fuerza por los hombros impidiendo que yo me levantara del sillón. Arrívales terminaba de beberse el tequila, su teléfono móvil sonaba con una musiquita tropical que no me gustó para nada. No contestó. Se levantó de la silla, aquel hombre era inmenso, se acercó a mí, se dobló hasta que su nariz rozó la mía y me dijo con un olor a cigarros en la boca, transacciones patrón, transacciones. Luego de eso marco su puño justamente en mi tabique. Su fuerza era descomunal, no grité, no dije nada, ni siquiera me quejé. Me quedé desplomado en el sillón como un espantapájaros cansado. Todo lo que ocurrió después no lo recuerdo. No pude ver nada de lo que pasaba a mí alrededor.

Desperté en Xochimilco, de noche. Arrívales estaba con una camisetilla blanca y unos pantalones negros, tenía zapatos deportivos. Junto a él habían seis muchachos jóvenes. No tenía fuerzas para moverme, me di cuenta que estaba con las manos atadas, acostado en el suelo. No pude hablar, no recuerdo por qué, no sentía que tuviese dientes en mi boca. Creo que sí, que eso fue lo que me ocurrió, me habían arrancado todos los dientes. Estaba desnudo y comencé a sentir frío. Traté de mover las manos, y no podía, no sentía nada. No tenía la punta de los dedos, me los habían cortado. Comencé llorar. Miraba la noche a mí alrededor. Sabía que estaba en Xochimilco, en ese hermoso jardín bordeado de canales. Estaba entre medio de los andamios que se usan para rellenar el agua con tierra para formar esos islotes donde se siembran flores preciosas. Había ido a Xochimilco justamente luego de bajarme del avión, aparte del D.F., eso era lo único que quería ver, sus canoas y sus flores. Ahora las veo todos los días, ahora vivo en Xochimilco.

Recuerdo que estaba tiritando de frío. Ya mi cuerpo había comenzado a entrar en calor. Vi que Arrívales se sacó algo del bolsillo del pantalón. Por un momento pensé que se estaba jalando la verga, pero no, fue peor. Sacó de su bolsillo una enorme navaja. Se la mostró a los muchachos que lo rodeaban y se rió. Poco a poco se arrodilló frente a mí. Cuando estuvo muy cerca, me cortó la yugular. Mi cuerpo comenzó a entumecerse, a llenarse de frió y calor en diferentes puntos, comencé a abrir los ojos desesperado, pero se me cerraban. Los abría y se me cerraban, los volvía a abrir y se me cerraban. Hasta que sentí mi corazón detenerse. De una patada me echaron al lodazal que se convertiría en un nuevo islote para sembrar margaritas. Luego comencé a ver todo, me echaron tierra, tierra espesa, tierra fértil, a lo mejor eso es lo que hacen en Xochimilco. A lo mejor es un gran cementerio.

Ahora estoy aquí, no sé en donde. No recuerdo nada más que eso. No sé nada, no veo nada, pero veo todo. No puedo salir de México. No sé si quiera salir de México. ¿Qué es México? ¿Qué es el defectuoso? Aaaaahhh, estoy en México.




© Vera Santiago. 2009
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