jueves, 24 de marzo de 2011

Reconsideración

Hace unos días el Juez Presidente del Tribunal Supremo de Puerto Rico, Federico Hernández Denton, destacaba la labor de las Ramas de gobierno en cuanto a la creación de salas especializadas para trabajar casos de violencia doméstica. Su discurso era abarcador, generoso para con la ciudadanía que día a día se desvive ante los titulares desgarradores que poco a poco salpican con sangre.

Señaló el jurista que el “trabajo en la Rama Judicial es dirimir las controversias que presentan una amalgama de litigantes en nuestros tribunales, pero esa labor siempre debe ir acompañada de un enfoque humanista y de sensibilidad que guíe nuestro proceso deliberativo y adjudicativo.”

Parecía ser una contestación contundente ante los recientes casos morbosos en donde la violencia doméstica alcanzaba incluso a las víctimas más tiernas, los niños (incluso los que estaban por nacer). La noticia de las salas especializadas daba un tono de esperanza ante litigios complejos y ante situaciones donde lo macabro alcanzaba nuevos niveles en esta crisis social.

No obstante, hoy emergió con un peso desastroso la sentencia de Pueblo v. Flores Flores, CC-2007-148. En esta pieza el Tribunal Supremo se dividió tres a tres en torno a la aplicabilidad de la Ley para la prevención e intervención con la violencia doméstica, Ley Núm. 54 de 15 de agosto de 1989, 8 LPRA sec. 601-664, a una situación en donde la víctima sostenía una relación extramarital.

Vale recalcar que a pesar de que la Sentencia afloró en la esfera pública por virtud de que la controversia llegó al Tribunal Supremo. O sea, el cuestionamiento en torno a la aplicabilidad de la Ley contra la violencia doméstica tuvo que llegar hasta el foro de última instancia; tristemente hay que reconocer que se debe cuestionar seriamente el por qué un caso de esta índole tiene que subir tantos peldaños. ¿Le bastó a la parte agredida el Tribunal de Primera Instancia y luego el de Apelaciones? ¿Cuál es el deterioro emocional de la agredida al saber la noticia de la infructuosidad de los recursos que buscan defenderla ante los tribunales? No una, sino tres veces: ¿Cómo sostendrá su dignidad al decirle “Sra. X, lamento informarle que el TPI desestimó la acusación” y luego rematarle con “Sra. X, el Tribunal de apelaciones también entiende que no se puede acusar” y, como si fuera poco, ver su nombre publicado como un mero objeto de data jurídica en una Sentencia que le informa que no tiene remedio bajo la legislación contra la violencia doméstica?

Cónsono con lo anterior es el hecho de que la interpretación deshumanizada de la víctima ha llevado a etiquetarla en la esfera pública como la “adúltera”, “la otra” o “el caso del hombre que le dio a la chilla”. Este desarrollo de epítetos no surge por virtud de la conducta insignificante de la víctima, sino más bien por la necesidad enfermiza de observar bajo que sellito jurídico se le puede referir a la agredida.

Sin más, bajo un discurso que raya demasiado en la redundancia, la opinión de conformidad parece ser un análisis demasiado centrado en las técnicas de hermenéutica y en la limitación de la ley penal en todos sus ángulos, como si los estatutos que dan la protección ante los peligros sociales fuesen escritos maniatados.

En pausa queda la verdadera sensación de justicia ante un análisis tan centrado en el concepto de la “familia”. ¿Y la vida? ¿No es la Ley contra la violencia doméstica un estatuto que protege, en última instancia, la vida misma? ¿Por qué limitarlo a la familia? Valdría argumentar que la familia fue uno de los propósitos para la aprobación del estatuto, no la razón única e inequívoca del mismo.

A mi parecer, queda en el tintero el observar la ley contra la violencia doméstica como un estatuto que protege la vida, la sociedad, la esperanza de llevar a cabo un amor sin puños, sin bofetadas, sin gritería. Se queda pidiendo pon el hecho de que la versión original del estatuto se limitaba a los contextos familiares y fue el legislador quien expandió el abanico de posibilidades de aplicación cuando añadió la frase “o la persona con quien sostuviere o haya sostenido una relación consensual”. De esta forma, la Asamblea Legislativa extendió una protección no sólo a aquellas personas que estaban casadas o que convivían, sino a toda persona que fuese violentada dentro de una “relación consensual” o sea un vínculo consentido entre dos personas, aun no siendo este el matrimonial. No obstante, la pieza va más allá y protege a aquellas personas que son agredidas luego de la relación consensual o sea la víctima es resguardada tanto de la violencia presente como la de la futura. Sin duda, esta pieza es (o ahora “era”) de vanguardia.

La Curia va más allá de meramente negar la aplicación de un estatuto a unos hechos, sino que aprovecha para recordarle a todo el pueblo que a pesar de que la ley le aplica a los novios, no se le puede a extender a los “novios” (con comillas, sin dejar a un lado la metáfora posmoderna de las comillas como simulación de los cuernos).

Hoy el Tribunal Supremo ha ejecutado una función drástica para el país. No es el hecho de emitir una opinión justa y sonada en Derecho sino que lo trágico es el haber decidido simplemente no decidir.

Por una justicia más clara y accesible, por un país sin violencia, por menos muertes y agresiones, por un tribunal in comillas:

Respetuosamente solicito a este Tribunal que, en virtud del Artículo II, Sección 1 de la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico el cual prescribe la inviolabilidad de la dignidad del ser humano, RECONSIDERE la determinación esbozada en la Sentencia del 24 de marzo de 2011, Pueblo v. Flores Flores, CC-2007-148.

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