Esta semana emerge la noticia de que el Gobernador, Luis G. Fortuño, presentó un proyecto para un nuevo Código Penal sin considerar que hace sólo alrededor de 6 años se rindió uno de los mayores esfuerzos por atemperar el Derecho Penal en la Isla.
“Puerto Rico necesita un código que le dé garras al sistema de justicia, para sacar a los criminales de las calles y devolverle a nuestras comunidades la seguridad que tanto ansían”, dijo el primer mandatario. ¿Garras? ¿Es el sistema justicia el único que se dedica a procesar a los criminales? ¿Qué clase de animal es este que necesita más elementos de ataque? ¿Le pondrán colmillos con la próxima legislación?
Muchos lo aplaudirán aludiendo a un sinnúmero de razones y convicciones que sólo propenden a una justificación mental. Sin embargo, este podría ser el acto ejecutivo que probablemente haga más daño en todo este cuatrienio. Descaradamente, se avecina otra legislación “fast track”, de emergencia, apurada y sin sopesar lo delicado que se encuentra el estado de derecho en Puerto Rico.
Que la criminalidad es rampante. Que los asesinatos superan el número de otros años. Qué la impunidad es la orden del día. Etc., Etc., Etc.
Aseveraciones como las señaladas y otras tantas pueden surgir en estos tiempos de incertidumbre y crisis social. No obstante, es palmario que la radicación de un nuevo cuerpo legal es un ejercicio innecesario y, más aun, constituye una pérdida de dinero y tiempo.
I. Contextos: La reformulación del Derecho Penal en el 2004
La historia que nos ocupa podría decirse que comenzó con la Resolución del Senado 203 (R.S. 203) del primero de marzo del 2001. En aquella fecha el país contaba con un Código Penal que databa de 1974 y apenas salía de una de las políticas más destructoras de la historia puertorriqueña: La mano dura contra el crimen.
La Isla había estado sumida en una ola criminal que teñía de rojo las calles a la vez que trababa al pueblo con una hipnosis severa de que se estaba haciendo todo lo posible pero el crimen era demasiado vicioso para ser controlado por el Estado. Las tasas de escalamientos, agresiones, violencia doméstica, asesinatos y demás actos antijurídicos llegaron a sembrar terror en pueblos donde ni en décadas se había registrado un aumento del crimen.
La R.S. 203 organizó lo que en su momento fue una de las iniciativas más abarcadoras de la historia jurídica de los pasados 30 años. En esencia, ordenar a la Comisión de lo Jurídico en el Senado la revisión del Código de 1974, las leyes especiales y demás disposiciones penales con el fin de atemperarlo a las circunstancias sociales del Puerto Rico de aquel entonces.
Ambiciosamente se estudiaron más de una docena de jurisdicciones, leyes penales del extranjero, estudios sociológicos, estadísticas, tratados de Derecho y estudios sobre las proporciones de las penas. El producto de aquella iniciativa redundó en una serie de conclusiones que marcaron un logro en materia legislativa. Se encontró que en Puerto Rico las penas no se cumplían del todo, que había una disparidad anormal entre la conducta punible y las penas, así como una dura percepción del sujeto de derecho. En puridad, el Código Penal del 1974 enfatizaba en la peligrosidad de la persona, o sea, caía en el moralismo no positivista de antaño que trazaba una línea fina (pero brillante) entre la gente “buena” y la gente “mala”.
Estas consideraciones derrotaban las fibras más sensibles del concepto de la justicia, llevando a un nivel legal una percepción que propendía al discrimen y a la desigualdad. La gente mala nacía mala, pero sólo era casualidad el que fuesen engendrados y criados en los lugares más pobres y socialmente inestables de Puerto Rico. Además, aquel tipo de enfoque jurídico producía una anomalía procesal con la tan famosa “Felony Murder Rule”, relacionada intrínsecamente con el delito de asesinato. Esta normativa hacía responsable penalmente a una persona por aquella muerte que fuese producida por la cadena de actos que desató el sujeto. De esta forma, en la situación en que una persona asaltase un establecimiento, si la policía llegaba e intercambiaba disparos, hiriendo de vez al cajero, la culpa no era del agente que lisió al despachador sino que esta responsabilidad se le imputaba al delincuente. Esto simplemente era injusto, laceraba los principios equitativos de la administración de la justicia: la dignidad de todo ser humano, incluyendo la de aquellos que caían en el desvío de la criminalidad.
Con esto en mira, la legislatura optó por darle un vuelco a este abismo que sólo proyectaba la aplicación de penas desmedidas sin la consideración a la rehabilitación de la persona. A su vez, esta noción era como llover sobre mojado ya que los diversos mecanismos post convicción hacían que las penas no se cumplieran del todo. Curiosamente el Estado era responsable de capturar por un lado y soltar por el otro.
Así, el Código Penal del 2004 recogió la gesta de un estudio que buscaba definir con claridad que lo que se castiga son los hechos no la naturaleza de la persona. Además, elaboró un sistema de penas que fueron acordes a los actos prescritos en el cuerpo legal. En fin, se atemperó a una realidad y a un proyecto concreto de justicia social. Ciertamente hubo un respiro. Curiosamente la ola criminal sufrió un cambio.
II. Precisión legislativa vs. Elementos profilácticos
El llamado a una reforma del Código Penal peca de imprecisa en estos instantes. Ante una evidente falta de acción y un plan incompleto para contrarrestar la ola criminal, el remedio que se ofrece es solamente estético.
“Parece que muchas de las medidas van a ser cosméticas y pretenden dar la impresión al pueblo de que se está haciendo algo contra la criminalidad, pero se olvidan que esto se logra combatiendo las causas que la generan y no los códigos penales”, señaló Julio Fontanet en uno de los rotativos nacionales.
Además de lo expresado por el ex-presidente del Colegio de Abogados valdría puntualizar que la mayoría de los casos tienen faltas gravísimas en su aspecto procesal mas no en materia sustantiva, que es donde tiene su importancia el Código Penal. De esta forma nos topamos a diario con casos que se caen con los llamados “tecnicismos”. Harta ya ver a la gente pegar el grito por las absoluciones y los sobreseimientos en los procesos sin conocer que la mayoría de las faltas son producto de una malísima investigación inicial. En vez de atacar los problemas estructurales de los organismos investigativos del país, el gobierno opta por seguir practicando su política de miedo. El aumentar las penas sólo sirve como disuasivo sicológico, con esta enmienda se espera que la persona reconozca que por “x” delito tendrá una exorbitante cuantía de años de reclusión. Con un simple ejercicio silogístico la persona comienza a tener miedo de las consecuencias del acto pero, ¿es en realidad este tipo de persona el que delinca? ¿Qué pasa con la prevención? ¿Tan difícil es desarrollar una política pública que atienda este brote de coraje y rabia que inunda al pueblo?
Por otro lado, la mayoría de la actividad criminal no considera la pena hasta iniciado el procedimiento, sufragando de esta forma un sentimiento de impunidad que sólo se ve afectado cuando la cruda realidad de verse recluido aflora en su vida. Poquísimos andan evaluando cuánto le echarían de cárcel por “x” o “y” delito. Muchos otros se enfrentan a la cruda realidad de que para vivir en un país con una tasa de desempleo tan alta hace que el desvío se convierta en una opción económica. No obstante, este análisis no deja soslayado el hecho puramente político de que las propuestas alimentan bien la vista de los votantes al estos desarrollar un seudo-alivio al percatarse de que se suben los castigos. Se vive sin reconocer que pena y castigo no son sinónimos en nuestra estructura democrática. En esencia, se desarrolla este paternalismo que metaforiza a el gran padre, el Estado, dándole fuete a los que se portan mal. Mientras que, por otro lado, la actividad criminal opera ajena a esta noción porque “mientras no se me investigue adecuadamente, no se me procesará”. O sea, el Código Penal podrá decir lo que sea pero si no hay un mecanismo de implementación no sirve para nada.
Vale también recalcar que el entrenamiento que se le está dando a la policía es equivalente a un simple cursillo sobre el sistema judicial. La idea de llenar las calles de guardias es mucho más saludable a la imagen política que la buena preparación de la unidad que opera con el crimen en primera instancia. De esta forma el pueblo se topa con oficiales que no saben los elementos del procedimiento criminal, la recopilación de evidencia y muchas otras prácticas de crucial importancia para la elaboración de un caso completo. No me sorprendió el escuchar a uno de los cadetes de la policía en el 2010 (cuando fueron ordenados a realizar una cadena humana para cortar los suministros de víveres a los estudiantes en huelga) confesar que no le gustaba estudiar las materias de investigación forense y que adoraba que los exámenes fuesen “take home” porque así le pagaba a abogados para que los contestarán.
¿De qué vale entonces tener tanto policía? ¿Qué se pierde con imponer unos estándares decentes de investigación? Sin embargo, hay hambre de más: más guardias, más armas, más equipo, más gente presa. Al final del día, pocos se preguntan ¿y qué?
A los efectos, se sustituye la conciencia de justicia por un voyerismo profano hacia el castigo del otro, es entonces que el derecho penal se utiliza para meter mucha gente a la cárcel sin importar si son verdaderamente los responsables del delito. Llena los ojos el percatarse de que ahora si una persona comete el delito de asesinato múltiples veces, recibirá 99 años por el delito y este se sumará otros 99 más por cada otra víctima. Esta medida sería excelente si todos tuviésemos la longevidad de Matusalén. ¿De qué sirve todo esto entonces? ¿No es lo mismo que se establezca una pena 99 años sino de 297? ¿Por qué se aplica este tipo de medidas? Pues, porque da gusto, porque siempre necesitamos un sujeto que sufra el castigo, porque las cosas deben ser como los establecimientos de comida rápida, con combo agrandado. Se vuelve a pecar de lo mismo, las gríngolas impiden entender que vale más la prevención que la reclusión.
En vez de tratar los problemas desde la raíz nos topamos con que desvisten un santo para vestir otro. Los casos seguirán anulándose, los policías seguirán tratando de admitir más gente a sus filas en vez de reclamar mejores cursos, mejores adiestramientos (incluyendo el adentrarse en materias como sicología, sociología, terapia, artes, manejo de riesgos y prevención) y mejores programas de desarrollo personal.
Un nuevo Código Penal es sólo una apuesta política a las gradas. Un ejercicio de la plétora partidista. Si por un instante se pensara en mejorar la condición social del pueblo en vez de ganar la campanita política, esto hace años hubiese mejorado. Pero no, vamos a darle una invitación a todo el mundo para que apueste a la mediocridad, a la cultura paternalista y céntrica del castigo, la condena y la inmisericordia. Legislar se ha vuelto un ejercicio sobre las impresiones, lo estético, lo burlesco, pero en fin, para eso estamos, para darnos golpes de pecho, lucirnos y posar.
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