jueves, 17 de mayo de 2012

Klindo (@ .Crudo)



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     He comprado una cosita pequeña y oscura. Un tanto barata para las posibilidades que tiene pero, sobre todo, capaz de subsistir bajo la amenaza rotunda de mi cónyuge al crear hipérboles que aseguran que nos vamos a inundar de páginas si llego adquirir un libro más.
     “Ni uno más” dijo, ni un anaquel más porque, según ella y sus hermosos ojos, hay más sitios para acumular libros que para acopiar cosas necesarias como ropa, comida y parafernalia cotidiana (A lo cual me atrevo a preguntar: ¿Cómo sería una casa llena de libros, incluso dentro de la estufa y debajo de la nevera?).
Vanidad de vanidades dirán, pero que mucho me ha emocionado el entrar tanta literatura en él aparatito. Como si yo anduviese con toda Alejandría debajo de un bolsillo cucando a los bibliófilos y zarandeando a los bibliotecarios. Porque de eso se trataba todo aun cuando admito que fue de gran ayuda al estudiar para la reválida de abogado. Fue útil andar con todos los repasos y los casos y los llamados pedefes para arriba y para abajo. Leyéndolos en la fila del banco, en la panadería al esperar el revoltillo con jamón y queso suizo, y también cuando el viejo me daba pon para ir a ver (q)uestiones de librerías, doctorados y vainas académicas que tanto nutren.
     La curiosidad, esa que dicen que mata felinos, siguió el curso normal de las aguas y me atreví a impulsar lecturas en el anglosajón moderno y de antaño en el dispositivo electrónico. Cosas que no había podido adquirir en los dos intentos de ahogarme en textos: el primero el bachillerato en Estudios Hispánicos (muchas cosas en el exquisito castellano) y el segundo el Juris Doctor (muchas leyes, casos y más casos). Al final del día mezclaba lo aprendido en ambos trances, analizaba cuáles textos me convendrían y hacía piruetas con las leyes y tratados de derechos autor y propiedad intelectual para ver qué presas estaban indefensas y solitas en algún rincón olvidado de la internetz. Poco a poco fui llenando los llamados “folders” con cosas en varios idiomas, cosas en pedefes y mobi y en cuanto formato pudiese con tal de pasar estos miopes por encima de las letras y gozar esa cosa nítida que la literatura, un café y una lluvia de tarde en Moca (único pueblo de cuatro letras, broder) ofrecen.
     Más gatos internos fueron anquilosados mientras me adentraba en las fauces cibernéticas de la maquinita maravillosa, el semi-aleph, como le digo a veces. No obstante, lo cierto es que este mundo de las letras es un enorme río donde se buscan pepitas de oro pero a veces se encuentran cosas más repulsivas. Y sufrí, desocupado lector, sufrí al toparme con un mundo norteño en donde cualquier imbécil escribe una cosa con el poder de hacer que un muchacho se suicide o una quinceañera (o sesenteañera) se tatúe sus bellos (viejos) omoplatos con cuestiones absurdas. A veces, demostrando que el capitalismo siempre se parecerá a la “yararacusú … enrollada sobre sí misma”, porque encontré cosas a 99¢ que son peores que las comidas que te venden en los “value menu”.  
     Entonces es que llego a ese momento de la verdad, en donde uno se cansa de darle para atrás y para adelante a los botones que mueven las páginas (que jamás vas a tocar) de los libros que nunca vas a diferenciar entre edición de 1825 y la de 2009. Apenas pasan cosas así y te demuestras que somos seres materialistas, que funcionamos palpando las cosas y no sólo pensando en ellas. Poco a poco se medita en este asunto mientras uno escribe una columnita para una revista cibernética. Ves tus manos tecleando y necesitando pausar para agarrar algo que te saque de todo este asopado de malabares que llamamos isla. Miró para el lado, en el librero de la izquierda (estoy rodeado de libreros) allí yace palpitante un edición blanca y negra de Don Quijote y más allá un marcador de libros hecho en mundillo que me obsequió mi tía Eda (el marcador más hermoso que he visto). Miro el computador y el librero; el computador y el librero y la maquinita negra llena de libros y cosas que cabe en un bolsillo: no puedo con la tentación de ir a ese lugar de la Mancha, pero esta vez me voy “oldstyle” y le digo adiós a la maquinita electrónica, a la Alejandría portátil.

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