(Foto tomada de vimeo.com)
No fue
nadie. Bueno, no “nadie” en el sentido de nihil, porque por lo menos dos almas
se dieron la vueltita a ver qué conseguían. A parte del dueño del local, la
presentadora, mi esposa y yo: sólo dos personas.
Quizás se
lo achaque a las justas, a que no hubo mucha publicidad o a que la gente que
dice “going” en el feisbúk en realidad lo hacen para dar alivio y expectativa. Puede
ser que simplemente el público no estaba interesada o que habían demasiadas
actividades corriendo al mismo tiempo (lo cual es altamente probable).
Lo cierto
es que más o menos la corazonada me invadió cuando subía por Manatí. Un poco
antes del peaje para ser más exacto. Fue un pensamiento fugaz y un tanto veloz
que me indicó que nadie iba a ir. Bueno, como dije anteriormente, no
absolutamente nadie, sino una minimalista asistencia para ser más artístico.
Yo había
visto eso suceder en congresos, en actividades universitarias y hasta en las
presentaciones de libros de algunos compañeros. Es algo en verdad triste porque
lo primero que le llega a uno a la mente es que, simplemente, a nadie le
interesa tu libro. Es como estar en una fiesta y comenzar un tema en tertulia y
de repente te ves sólo. O sea, que a nadie le interesó tu comentario sobre la
repetición de Juan Rulfo en la contemporaneidad mexicana o como el Cd de Calle
13 en verdad te gusta.
Lo segundo
que diría es que invade otro pensamiento, mucho más poblado de aflicciones que
el primero y que se puede resumir en una simple pregunta: ¿Y los amigos qué?
Es una suposición
fuertísima y hasta preocupante, pero en el estricto orden de la realidad, el
oficio del escritor enajena y no da chance para solidificar pactos de confianza
con los demás. Tampoco se puede contar con que todo aquel que haya dicho sí al “Friend
Request” es en realidad un fan de tu trabajo o de lo que haces.
Sin
embargo, todo lo anterior queda eclipsado por la buena vibra que da el pensar
que nada importa y que las cosas son como son. Esta coraza de lo positivo se va
desarrollando luego de múltiples entropías en la vida: El carro se te daña el
día de tu graduación, se fue la luz en tu boda y cualquiera de esas situaciones
caóticas que adornan nuestro existir.
Yo había
dado un viaje de dos y media hora para llegar a mi presentación. Había
preparado un discurso bonito para aquellos que se dieran cita. Mi esposa había
pedido el día libre para acompañarme al ágape. Pero al final, nadie fue, o casi
nadie, o mejor digamos unos pocos solamente (no lo suficiente para llevar a
cabo la presentación).
No niego
que me haya sentido mal, ni me haya enfuscado en todo lo hecho y deshecho para
darme cita en el lugar. No obstante, todo eso quedó sepultado tras un panini,
vino y una buena conversación. Son esas cosas las que valen la pena, las que
hacen que las dos horas de viaje, la gasolina “barata” y todo lo demás orbite
alrededor de mí con una armonía intensa. O sea, que el que nadie (casi nadie) vaya
a la presentación de tu libro es un gaje del oficio.
A pesar de
eso, no significa que la cosa se deba tomar con un paño de arcoíris y sonrisas.
Porque a un lado, la otra cara de la moneda y la más capitalista de todas, se
encuentra la pérdida. Me refiero a que si la librería y la editorial no
vendieron ni un solo libro ese día, simplemente se desaprovechó el momento.
Porque aquí va otro punto de esos que hacen que la cosa dulce sepa salada: Yo
viajo a una presentación vacía, sin expectativas de ganarme un centavo. No
tengo regalías con el texto. Es pura y sencillamente pasión por el arte.
Aquel día
vi un librito de bolsillo de Eugenio García Cuevas y me pareció fascinante no
sin antes acordarme de unas sabias palabras que leí de su pluma en donde, el
vate de origen dominicano, atestiguaba la pequeña población de lectores
independientes en nuestra isla. A lo cual, por un instante, me atacó la idea de
que los 500 que él menciona estaban distribuidos en las otras presentaciones que
se acuñaron para la misma fecha. Puede que sí, puede que no.
Lo cierto
es que luego de una hora de la fecha señalada, la escritora Yvonne Denis dijo “vamos
a comer un pizza”. Yo me encogí de hombros mientras le cuestionaba a mi esposa
si gustaba de ello, a lo cual me indicó que un panini no vendría mal. El resto
fue literatura, como dice Cortazar. Arnaldo ya había sacado el vino (porque eso
no se podía dejar perder). Salimos de la Mágica y por dos segundos me sentí
hecho un trotamundos.
Dos horas
de viaje luego, a las 12:33 de la madrugada, miraba el techo con un cansancio
en la espalda baja (posiblemente normal, pero agravado por el hecho de que mi
auto es “estándar”). Mi doncella preparaba un té de eucalipto para aliviar la
tos y yo estaba languideciendo. Antes de Morfeo pensé “No vino nadie”.
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