Escribir es un arte. Es difícil, cuesta tiempo y es posible morir por él, en el sentido más estricto de la palabra. Sin embargo, es una cosa muy distinta a la literatura y muchas veces se disfruta de la primera sin necesariamente constituir la segunda. La escritura es en cierta medida la madre de muchas cosas y la muerte progresiva de otras. Ya para esta línea se deben dar cuenta que no me refiero a la “escritura” si no a la mera escritura, esa que se aprende con grandes trazos en libretas de líneas entrecortadas y que a veces da dolor de cabeza a los cinco años (muchas situaciones con la “g” y “q” dan problemas).
Este ejercicio es variado y algunos debaten con mucho esmero dónde fue que el ser humano decidió plasmar una forma o un mensaje para que él u otro lo percibiera. Algunos trazan la línea hasta la prehistoria y otros concuerdan más con el sentido sistémico que se desprende de la cultura mesopotámica (específicamente la sumeria). Para mi es otra cosa, la escritura–elaborando con clisé– se formó un día en que uno de nosotros se sentó en la arena y rasgó en sus granos algún trazo o alguna forma que dejara claro que desprendía parte de su ser allí en el litoral. Quizás la primera vez que llovió y había barro alguien dejó un puño o un dedo marcado con la intención de salir más allá de su piel. En fin, lo importante es que de ahí en adelante la escritura ha producido niveles de serotonina para algunos y alivio para otros.
No obstante, para ser enteramente decimonónico, iré alineando mi discurso con los conceptos básicos a los que la mayoría está familiarizada: lápiz, bolígrafos, papeles, borras etc. Toda esa parafernalia es necesaria para el ejercicio de algo que con el pasar del tiempo se ha afectado e insinuado por la tecnología. Esto no soslaya que aún consiste del básico desglose de la ecuación emisor, mensaje y receptor. No es para quitarle méritos al lápiz y al bolígrafo–instrumentos que a veces admiro estupefacto a mitad de tarea– pero, nuestras manos han adoptado nuevas posturas desde las cuales emitimos signos, formas e incluso monogramas para algún desconocido (humano o no). De esta forma ese verbo que ejercemos tuvo un cambio muy marcado con la llamada industrialización dejando a un lado la grafía convencional y allegando a la humanidad a un mapa compuesto por las combinaciones que parten del QWERTY. Simplemente, surgió la maquinilla.
Ese instrumento, que a algunos le parece anticuado y fácilmente derrocado por el computador ha sido casi olvidado en las oficinas, empresas y demás espacios donde la producción es el credo del día. No obstante, para otros– un poco más reservados o especiales– la maquinilla aún permanece en algún rincón. Puede ser sagrado o simplemente algún espacio escondido y de difícil acceso donde aquel instrumento yace esperando a que le den un clac, clac, clac que produzca palabras y frases.
Por mi parte yo la saqué, lo confieso. Luego de perder mi primer libro tras una avería en mi antigua laptop sentí una animadversión perversa por todo lo electrónico. Traición, desidia, muerte literaria, lo que sea, pónganle el nombre que más le agrade. Lo cierto es que en aquél momento figuré que yo estaba en una situación similar, pero en muchos grados menor, que José Asunción Silva luego de que su barco naufragara y perdiera “lo mejor de [su] obra”. Estaba perdido, desolado, pensando en que mi muerte me era mucho más aceptable que la de mi obra. Medité en la desgracia de la modernidad y en cómo un error puede ser capaz de destruir tanto (admito que por mi mente pasaron, incluso, las imágenes de Hiroshima). Era difícil reelaborar todas las ideas sueltas que andaban ancladas en los molesquines y libretas viejas. Madrugar otra vez el cansancio y las experiencias y, sobre todo, huir un poco de lo tradicional para encararme a lo espontáneo. Así, después de todo el huracán, allí estaba: una maquinilla eléctrica que me invitaba a cometer la locura de la memoria (reescribir todos mis escritos en una semana basándome sólo en su recuerdo) y a expiar cuanta desilusión electrónica existiera en mí.
Una maquinilla crea misticismo en el aire. Ametralla el silencio de una casa y deja entrever que la escritura es un asunto para estar ocupado. Hay ruido al hacer música, al mecanear un carro, cocinar, construir una casa, raspar la bañera: pero el clac clac era el de la escritura. Esa sensación de abandono a la velocidad es como la diferencia entre conducir un vehículo y pasear en motocicleta. Para algunos significó un grado más de libertad.
Hemingway, E.E. Cummings, Isabel Allende y Cortazar tuvieron relaciones particulares con sus máquinas. Otros como Borges fueron más críticos y denunciaron la muerte de la ortografía como bandera de ataque. No obstante, al maestro del relato se le escapaba que algunos de nosotros escribimos horrendo y que no tendremos nunca la misma soltura en los metacarpos como Rustichello da Pisa.
De esta forma un buen TAB que acuñara los márgenes de la 81/2 por 11 era un portal trans-dimensional a la experimentación. Una vía franca en la cual se podía arrollar lo que te viniera en gana. Porque a fin de cuentas, la emoción es sincera al teclear: es emular la velocidad del pensamiento, sacar el corcho al champagne de las ideas o, a mejor decir, disparar palabras. Era jugar al viejo oeste con automáticas.
La maquinilla obró por muchos años como una fiel aliada de tantos oficios –entre los míos: la literatura, el periodismo y el derecho–, de tantos momentos donde había que estar allí, había que pensarlo y, por Dios, una maquinilla tenía que acompañarte.
No obstante, en estos días he visto una foto de los antiguos periodistas de los rotativos de un New York de finales del ’20 (sombrero claro, chaqueta, cigarrillo a medio fumar y mirada de cafeína) con sus maquinillas disque portátiles chocando con sus pantalones y he sentido una profunda nostalgia. Una especie de decadentismo por la tecnología o por la simbiosis del hombre y la máquina en aras de darle forma a la escritura. Habría entonces que pensar en esa gran generación de miopes que se cría con DS y Playstations que, además de no saber lo que es un VHS o un Cassette, no saben lo que es una maquinilla. No saben la magia que produjo ni los libros que nacieron de su clac clac y que ahora leen en la tableta electrónica o el lector digital.
Ellos no han perdido el asombro que causa una maquinilla, es que nunca lo han tenido. Me imagino que es diferente a, por ejemplo, la impresión de mi esposa cuando, recién casados, descubrió mi santuario a la literatura con todo y su maquinilla eléctrica en el escritorio de la esquina separada de la ventana. Luego de quejarse de que aquella monstruosidad ocupaba todo el espacio del escritorio (lo que era muy cierto, y subrayé el verbo por algo) se sentó encantada con el clac clac y dejó en uno de los borradores mis cuentos– que en el futuro formaría parte de Ficciología– la frase “María escribió esta oración”. Qué cosa maravillosa y que pena que pocos se den cuenta de ello. Nosotros, que vimos a Kurt Kobain joderse la vida y a Independece Day durar cuatro semanas en los cines, vivimos en alguna medida entrelazos a la relación del clac clac y las palabras.
Sin embargo, luego de la grata experiencia y las palabras plasmadas con alguno que otro error culpa de un dedo mal puesto, uno se enfrenta al problema tecnológico por excelencia: Dónde consigo el cartucho de cinta y la pegatina correctora. Así, de traspiés en traspiés, el computador volvió a dominar con su versatilidad, su almacenamiento y su extraña reminiscencia a la maquina aquella que hacía el clac clac.
Ahora, que es la 1:01 de la madrugada y he comenzado a extrañar mi IBM eléctrica, escribo con una copa de vino barato y me pregunto si todo este cambio valió la pena. Pienso también en los errores que pude haber cometido al alterar estas líneas y en los famosos “primer borrador, segundo borrador y producto final”. O tal vez en que posiblemente el clac clac privara del sueño a la casa. Pero no, pienso más en aquella autonomía, en aquel gusto por la velocidad y en la mucha libertad que se puede tener en una hoja de papel.
*Este escrito posiblemente aparezca en otros medios. Entre estos laacera.com.
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