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Tisbea: ¡Fuego, fuego, que me quemo,
que mi cabaña se abrasa!
Repicad a fuego, amigos,
que ya dan mis ojos agua.
Mi pobre edificio queda
hecho otra Troya en las llamas,
que después que faltan Troyas,
quiere amor quemar cabañas
Tirso de Molina, El burlador de Sevilla
Está en la televisión, las revistas, las secciones más profundas del periódico (comúnmente llamada tripa), los juegos de video y los anuncios radiales. Pero, ¿qué difícil es hablar del erotismo en Puerto Rico? No hablar como se habla en la calle así porque sí –que casi siempre se refiere a la banalidad, al estilo reggaetón–, sino hablar de eso como se habla de la política, de si llueve o no llueve en la tarde del martes o como si fuese algo así como los eventos cotidianos significativos.
Lo cierto es que en esta Isla, a pesar de estar rodeados de una abrumadora máquina de propaganda, lo erótico sigue siendo un tabú que se ejerce como un elemento profundamente arraigado en la idiosincrasia puertorriqueña.
No se me tome a mal, no hablo de los chistes colorados, ni de las bromas pesadas que a veces causan dolores de cabeza en el trabajo. Trato de desarrollar dialéctica en cuanto a ese erotismo que es poesía y hace que el ser humano se comprenda. Porque, sinceramente, “El gistro amarillo” de W, el sobreviviente, con Yandel, y el seudo-erotismo de la revista Vea, no son otra cosa que la válvula de escape donde la sociedad concentra lo que no puede apreciar de forma estética y hasta ideológica.
A lo mejor todo esto es una enorme equivocación, pero, soy de la opinión de que en este país el erotismo anda indefinido para muchos, o sea: los ven, lo oyen, lo bailan, pero en realidad es como el cielo que está allá arriba y pocas veces nos sentamos a admirar su azul. Empero, no consideren este escrito como el intento de definirlo. Para esos menesteres necesitaríamos más páginas.Quisiera ser más como la saeta y circunscribirme a las cosas de las que puedo hablar con más libertad y enterrarme en ellas, o sea la literatura –porque ya no me importa causar impresiones en el tema y me vale @*#$%& la crítica–.
En cuanto a esto, creo que lo más peligroso que me puede suceder es que se desarrollen unos argumentos capciosos que, luego con el pasar del tiempo, se me aparezcan de noche exigiéndome respuestas. Pero, sin más, aprovecho para argumentar algunas instancias donde el erotismo juega nítidamente el partido de la literatura y viceversa. De esta forma, y a modo de ejemplo, el poeta Edgardo Nieves Mieles, afirmó con ironía en un poema titulado “Remember when the air was clean & sex dirty?”, que: “Mi principal zona erógena/ es el cerebro…” No pudo ser más certero. Ese es el erotismo que atina la reacción más espontánea en el lector. Es la fórmula para que desarrolle su libertad en los confines de la lectura, sin sacrificar el arte y el placer que emanan de dicha acción.
Recuerdo el tiempo aquel en que se mencionaba erotismo y lo único que salía de la boca de los compañeros era Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Yo curioseaba con el libro hasta que luego me obsequiaron una copia autografiada de Malinche[i] y pude comprender que, en cierta medida, la autora había perdido el enfoque al divorciarse poco a poco de aquel erotismo en símil con lo culinario. Ahí fue que poco a poco me inclinaba por aceptar que el erotismo no eran las figuras descritas sino las reacciones a ellas. Además, aún cuando el cocinar llama la atención en nuestras venas latinoamericanas, la fórmula de Esquivel había combinado casi a la perfección era un eros sin vicio de hedonismo y en un lenguaje que podríamos debatir como “alcanzable”. De esta forma un ejemplar de la literatura –un éxito, o bestseller– me enfundó en la idea de dejar a un lado ese lenguaje excesivo y crear un eros mas allegado a la cotidianidad.
Otra manera de describirlo surgió desinteresadamente cuando nadaba en las turbulentas aguas de Vargas Llosa. El autor había perdido las elecciones de Perú y en sus memorias atestiguaba que en aquel año –de difíciles abstenciones literarias– sólo pudo escribir El elogio de la madrastra. Lo que me pareció curioso fue que el autor describió aquello como un “divertimento erótico”, o sea que fue un ejercicio que sólo buscaba divertir a los lectores. En ese momento supe por qué algunos confesaban que, por más esfuerzo, La Casa Verde y Pantaleón y las visitadoras tenían un poco más de pique. Supe que, por mi parte, no podía conformarme con divertimentos que solamente saciaran un poco al lector. ¿Es divertir el único fin de estas construcciones en la ficción? ¿Serán elementos que se ponen aquí y allá para no hacer el libro aburrido?[ii]
Esa duda me rondó mucho los últimos años en Río Piedras. Tanto que estuve a punto de preguntarle a Santiago Gamboa –luego de la entrevista que moderé en el Festival de la Palabra 2011– cómo desarrollar una erótica que fuese más apegada a los elementos no convencionales (o sea, al cuerpo humano, los amantes, etc.). Sin embargo, luego de experimentar con su novela El síndrome Ulises, me harté del tema luego de apreciar cómo en tantas escenas de esa novela el personaje principal insertaba su “Holofernes” en las oquedades femeninas. Ciertamente, y con todo el respeto, la novela te encerraba en esos juegos eróticos de forma desprevenida y hacían que las quejas amorosas del personaje se convirtieran en meras ambiciones ante las legiones de mujeres con las que estuvo en el libro.
Tanto nadé, que morí en la orilla de un cuento en el cual se me ocurrió la floja tesis de que el erotismo contemporáneo debía acercar a la persona a un nivel, no de éxtasis, sino de soledad –más aún, una soledad contemplativa para con el texto–. En la escritura, en mis ejercicios, busqué una sensación que describiré cómo: “Un deseo erótico que surge de mirar la Mona Lisa”. O sea, para mí, el erotismo debe ser una ráfaga que puede tomar por sorpresa o no al que escucha un número musical, al que canta o al que estudia un cuadro. Porque aquí en estas latitudes, el erotismo es espontáneo y surge en las más nimias tareas o en las cosas más insulsas: lavar la ropa, estar en el tapón, ver una nube o pedir comida para llevar. Y podría ser, que lo que proponga sea una vaga reacción para anteponerse a la música con que retumban los carros y le dan hasta abajo las gatas –sería entonces un erotismo reaccionario–. No puedo lidiar con la idea de hacer libros con el único fin de llevar a la gente a la masturbación. En vez de hacer un canto al sexo desmedido, propongo un acercamiento casi hipnótico al lector de hoy en día, un eros mojado en cotidianidades y pequeñeces.
[i] Muy agradecido con el regalo del viejo amigo, Héctor Segarra.
[ii] Vean, sobre el tema, la crítica que hizo Carmen Dolores Hernández al texto La velocidad de lo perdido de Cezzane Cardona en El Nuevo Día (Domingo).
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