lunes, 8 de marzo de 2021

Mayoral de Ramón Edwin Colón Pratts (Notas para un regreso a la crítica literaria y una deuda de lectura)

Mayoral 

Ramón E. Colón Pratts 

Publicación Independiente 

356 págs.

Luego de mucho tiempo, cuya culpa se debe en su mayoría a cuestiones personales y la defensa de mi tesis en Literatura, retomo esta manía de llevar un diario de lectura público. No miento cuando digo que es un ejercicio liberador. Poder escribir sobre libros, sin bibliografía, fichas, citas y los rigores de una academia a la que le “he da’o lucha”, es simplemente manumisor. 

Foto tomada por Libros 787 

Evitemos prolegómenos: La malapaga y el maltrato y poco profesionalismo académico se quedan cortos con esta necesidad de ayudar que me suple fuerza y que, quizá, motiva a otros tipos de lecturas de lo que se produce en la Isla. Fue así como por cuestiones profesionales acudí al despacho del colega y mentor de este oficio, Ramón Edwin Colón Pratts. Allí, además de discutir unos asuntos sobre un caso pro-bono que me ocupa, pude pedir una copia de su novela Mayoral bajo la excusa de que ahora puedo leer lo que me dé la gana.

La novela inicia con lo que será uno de los temas recurrentes: La lenta caída en el acabamiento de la muerte. Desde su génesis, la atmosferización— acuñando el vocablo de Wico Sánchez— da a entender que poco a poco todo muere, todo concluye y todo se desvanece como una burla a nuestra preciada voluntad. Es por esa razón que la obra plantea una discusión un tanto tradicional del debate entre fondo y forma, lo que es y no es o mejor, lo que somos y nunca seremos.

El escrito es denso en sus sermocinatios. A veces con una cadencia que sirve de motor a lo que podría llamarse un juego de dualidades y desdoblamientos. Mayoral es una novela bifronte en varias dimensiones. Por un lado, se juega la historia del texto encontrado, en este caso por los familiares que van culminando el arduo proceso post mortem de conservar y/o desechar lo que sus precursores con tantos años de esfuerzo construyen. Opera aquí una intertextualidad y una metatextualidad que se balancea entre lo que es y no es “parte de”. Así, los deudos encuentran un revoltijo de formularios de Derecho cuyos folios están concatenados a una novela que se escribe en el dorso.

Derecho y Literatura entonces se entrecruzan en una remembranza a la anécdota del Corpus Iuris Civilis o Códex Justiniano. Para no poner la nota al calce, dicen los historiadores que unos monjes habían encontrado unos pergaminos viejísimos en los sótanos de cierto monasterio y, con ánimo beato, rasparon su contenido con navajas para escribir unos poemas a La Madonna. Para su sorpresa, la industriosa inventiva de los romanos de escribir sobre cuero tenía la pretensión de que, aún raspando las superficies, la tinta emergía de las entrañas volviendo a producir la integridad de las constituciones imperiales. Fue así como se descubrió lo que hoy en día es un tatarabuelo muy lejano de nuestro viejo Código Civil.

En la novela, los formularios de Derecho importan poco. Son más bien una obstrucción de lo que verdaderamente interesa y que metafóricamente es una sola de las caras del papel. Este juego con las fachas, tanto de los folios como de las personas, se repetirá hasta que poco a poco se olvide el asunto oculto de las leyes. Bien dice el texto, casi hasta con coraje: “El Derecho lo descojona todo, no arregla nada”. 

Es en esa línea que le toca al lector convertirse en otro miembro de la familia del viejo abogado muerto que poco a poco van tomando retazos de lo que se escribe sobre Mayoral. Este último, se sintetiza en ser uno de los locos del pueblo, pero, como los folios de los formularios, alguien que oculta algo más. No en vano, este mecanismo de balancear lo que se es por un lado y por el otro trae consigo otros vericuetos interesantes: La carnicería donde entrevistan a Mayoral tiene a su vez una trastienda formada por la antigua cárcel de independentistas en este Pepino ficcional (cosa que luego produce una ironía extrema al finalizar el texto); la pluma que hechiza a Mayoral, es por otra cara la misma que lo hace con su interlocutora años después; el color vino— que es el color de la sangre a veces— de un grafiti que grita es por otra cara el mismo color de un mueble que provoca paz; las hipotecas que gravan un inmueble para proteger contra acreedores, es por otra cara la tramoya del asesinato de don Flores Rivera Mercado y la acusación de Jorge Luis Chaar Cacho; la novela que se lee por mano del viejo abogado, es por otra cara la novela que se endeuda en la interrogante de si fue o no escrita en realidad por el loco; la muerte que va encerrando, es por otra cara la que libera.

En fin, Mayoral cumple muy bien lo que en esta profesión se hace muy mal: aprender a cerrar el argumento y callar. Sus últimas páginas son las más elaboradas, las más rápidas, las que dejan más preguntas sin uno darse cuenta de que el narrador le puso el lazo al presente y se lo deja listo a quien quiera tomarlo como obsequio. Asimismo, agradan las referencias a una Antonia Martínez ficcional; a un Pepino que está en un futuro cercano; a un caso que por un momento corto de mi carrera tuve la dicha de intervenir junto con el autor de la obra y verdaderamente comprender que se sentía como parte una novela que puso a medio mundo de puntillas en la década del ’70 en San Sebastián. Así, aquí hay un juego, tal vez con cosas mucho más interesantes que un caso en las cortes o, como pensé en otro momento con la definición de la palabra mayoral, algo que bien muestra lo polifacético que es el pueblo donde el grito se ahogó.